martes, 11 de octubre de 2016

LAS GUERRAS CIVILES DE JULIO CESAR

   Podríamos definir a Julio César como un hombre político valiente y sagaz, escritor talentoso, un personaje brillante y mundano y estimado por la multitud. Carecía por completo de escrúpulos y fue un excelente soldado,  pero también era un individuo con altísimas ambiciones personales.

    Cabe destacar que su  benignidad para con los vencidos le atrae las simpatías de todos, soldadas y paisanas: una tras otra las ciudades van pasándose sucesivamente a su bando, mientras él se dirige hacia Bríndisi, donde Pompeyo ha concentrado el grueso de su ejército con la intención de pasar a Grecia. César no logra impedírselo, y la falta de naves le impide seguirle. Pero, por el momento, lo más importante para él es asegurarse el Occidente; y, después de mandar tropas a Cerdeña, Sicilia y África y de una breve estancia en Roma, parte hacia la Galia, donde deja un lugarteniente para sitiar a Marsella, y se dirige apresuradamente hacia España, a enfrentarse con los generales de Pompeyo y sus siete legiones. No es cosa fácil batir a tan gran ejército: César lo vence después de varios contratiempos, cercándolo junto a Ilerda (Lérida) al norte del Ebro (Libro I). Más tarde capitula también el último ejército pompeyano, compuesto de dos legiones. Marsella, después de heroica resistencia, se rinde.

     Es de resaltar que en todas partes, César se adueña, con su clemencia, del corazón de los vencidos. Finalmente puede regresar a Roma, donde asume el título de dictador para el nuevo año. La descripción de la gran batalla, de extraordinario realismo, está entreverada de consideraciones y juicios sobre la táctica de Pompeyo, de inestimable valor bajo el punto de vista militar. Pero si César no ahorra sus críticas al general, tampoco escatima sus elogios a los soldados, cuyo inútil sacrificio aparece más conmovedor cuando refiere las mañas con que los oficiales habían procurado hacer cómoda su vida de campaña. Y la crítica de César se agudiza al hablar de estos cobardes que habían provocado la guerra y rehuían los sufrimientos que acarreaba. En cuanto a los hechos, si bien las fuentes paralelas son abundantes, no se ha logrado descubrir que César los hubiera alterado de ninguna manera. En realidad, él no había querido la guerra: este genio militar fue uno de los pocos conquistadores que empuñaron las armas sólo por necesidad. Lo demuestran, en esta misma obra, no tanto la narración de los antecedentes inmediatos a la guerra como sus sentimientos para con los inocentes que se veían envueltos en el torbellino de las armas. Para sus soldados, rendidos por las fatigas de marchas increíbles, diezmados por los combates, faltos de todo, César expresa a menudo, en breves anotaciones, su conmovida simpatía. Pero ésta se dirige también hacia sus vencidos adversarios, cuyo trágico valor reconoce. Debe señalarse que no está históricamente demostrado que la intención de César fuera proclamarse rey; y, de haber querido serlo, no puede saberse qué tipo de rey, si un rey a la manera etrusca, como lo habían sido Servio Tulio o Lucio Tarquinio Prisco, uno a semejanza del faraón egipcio o, simplemente, al estilo de los "Basileus" helénicos. Lo cierto es que un análisis ponderado de los hechos, parece indicar que pensaba en instaurar un régimen autocrático de algún tipo, o, al menos, lo pensaban en las esferas más cercanas a él.

     Podría firmarse que la labor de gobierno de César, como cónsul y como dictador, fue muy amplia, pese a que el tiempo en que realmente estuvo en el poder fue relativamente corto. Sin embargo, y como bien señala Adriana Goldsworthy,110 un análisis detallado de cada medida o posible medida que tomó sería excesivamente extenso, pues su obra legal fue ardua; aun así, podemos hacernos una idea de su trabajo en este campo por la lista de disposiciones legales que se encuentra en Suetonio y otros autores. a base del poder de César era su posición de dictador `vitalicio'. Según la constitución tradicional republicana este cargo sólo podía desempeñarse durante seis meses en una situación de gravedad extrema. Sin embargo, esa regla se había roto incluso antes de César. Sila había gobernado como dictador durante varios años y César siguió este precedente. También fue nombrado cónsul por diez años en el año 45 a.C. (en el mismo año en que derrotó, en la península Ibérica, a los hijos de Pompeyo Magno en la batalla de Munda) y recibió la inviolabilidad de los tribunos. Además obtuvo honores que incrementaron su prestigio. Vistió la toga, la corona y el cetro de un general triunfante y usó el título de dictador perpetuos, imperator. Es más, como pontifiex maximus “sumo sacerdote”, fue jefe de la religión del Estado, pero sobre todo tenía el mando de todos los ejércitos, pater patriae lo cual continuó siendo la principal fuente de su poder. Su muerte según la historia En ese momento otro de los conjurados se acercó por detrás a César y le clavó su puñal en la espalda. César se volvió y se defendió clavándole el stilo que llevaba para escribir en el brazo al traidor, pero cayeron sobre él los demás conjurados apuñalándole. César aún tuvo fuerzas para empujarlos, pero los carniceros se lanzaron sobre él apuñalándolo con saña. Entonces, cubierto de heridas, desangrándose, Cayo Julio César se irguió con dignidad, se colocó la túnica para que al caer cubriera sus piernas y, siguiendo una milenaria costumbre, se cubrió la cabeza con la toga para no tener que ver el rostro de sus asesinos que volvieron a lanzarse sobre él apuñalándole hasta que cayó muerto a los pies de la estatua de Pompeyo Magno que presidía la Curia del teatro de Pompeyo. Asesinado el 15 de marzo del 44 A C Roma Italia.

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